Cuando hablo con una mujer con escote o camisa de cuello amplio no puedo evitar desviar la mirada a las tetas. Es un impulso que no tiene que ver con lo sexual, ya que no son las mismas sensaciones que me asaltan cuando veo un culo que me gusta. En realidad no me causa nada, pero sucede y me trastorna el hecho, primero porque debe incomodar a mi interlocutora y segundo porque probablemente yo esté transmitiendo un mensaje que no quiero transmitir. Entonces reflexiono que si me cohíbo tanto por una mirada sin intención sería imposible para mí bardear o manosear a una mujer.
Pero no siempre fue así. Esta sensación de incomodidad amaneció a medida que tomé conciencia de mi naturaleza sexual y la relación con los otros. Mi vieja dijo “no sos mi hijo” cuando se enteró que de chicos nos resultaba absolutamente normal y lícito ir a los boliches a dar vueltas siguiendo pibas más grandes para tocarles el culo. Contábamos las tocadas y también los cachetazos como si fuera algo heroico. Después de esas aventuras, el deseo frustrado, la autosatisfacción con culpa católica en casa. Manosear no calificaba como pecado.
No me enorgullecen muchas cosas de mi adolescencia que por esa época eran normales. Pero me parece positivo encontrármelas hoy de frente y comprometerme a combatirlas, por ejemplo educando a mis hijos de otra forma: tratando de que razonen y sean en lo posible inmunes a lo que está socialmente podrido pero aceptado, y hagan lo posible por contrarrestarlo. Educarlos para que se cuestionen todo, incluso nuestros preceptos de padres que venimos encerrados tras otras reglas. Hay derechos y obligaciones por las que luchamos pero que a los niños de hoy les son naturales y también podrán cuestionar, modificar, lo que quieran.
Hasta el día de hoy pensaba que sentirme sátiro por no poder evitar mirar a las tetas era algo normal, que como hombres teníamos nuestros complejos con los que luchar, y que la conducta aprovechadora, violenta, respondía solo a excepciones de tipos perturbados. Pero ahora que lo digo y las propias experiencias me saltan a la cara me da miedo: si de niños fuimos adquiriendo esas perversiones como costumbres normalizadas, entonces muchos, muchísimos, hombres y mujeres, con el tiempo terminaron por aceptar en sus vidas que manosear, groserear, abusar, estaba bien. O peor, ni siquiera se lo plantearon alguna vez como algo incorrecto. Conductas que unos ejercen como derecho y otros aceptan y callan por naturalización del miedo y el sometimiento de género.
Gracias a la explosión info y comunicacional hoy muchos temas de género se animaron a romper el silencio. La realidad es todavía más horrible: lo que creía excepción goza de un nivel de normalidad pasmoso, enorme cantidad de mujeres niñas, adolescentes y adultas, abusadas por familias, por amigos, educadores, religiosos, por tipos con poder, también por otras mujeres que ofician de entregadoras.
En mi cara aparecieron también actos cotidianos que como hombre no registro o no cuestiono. Por ejemplo cuando me cruzo a una mujer y ella pasa mirando al frente sin dedicarme ni una mirada, ¡porque mirarme puede dar pie a que sea todo lo imbécil y monstruo que puedo ser! Ejemplo tonto y no tan tonto válido como lo mínimo que a diario las mujeres soportan en la calle, en el laburo, en la escuela, en donde sea. Todo un bagaje de situaciones de mierda que exponen a la mujer víctima del horror comparable no sé con qué, me cuesta encontrar un ejemplo claro, pero viejo, es como estar entre zombies que, además de querer tu cerebro, primero te quieren coger y destrozarte el alma. Es pura mierda.
Pero al final, en lo profundo y concreto, se me ocurre que la cosa resulta ser invertida: toda mujer tiene más valentía que cualquier hombre, lejos, porque se banca incontable cantidad de situaciones espantosas durante toda su vida. Poray íntimamente todo se resuma en esa cuestión: los hombres nos sentimos disminuidos frente al coraje de una mujer, y nuestra reacción es la que tan cobardemente aplicamos día a día: controlar, agredir, destruir a quien tememos.
Como hombre reconozco que somos bastante primitivos y hay mucho de lo femenino que todavía no entendemos, sea por miedo a mostrarnos vulnerables, sea porque crecimos en una sociedad que construyó ciertos muros que hoy debemos derrumbar. Sea también porque todavía hay muchos “de eso no se habla” tapando el sol.
Los hombres tenemos que enfriar nuestras cabezas y escuchar lo que tienen las mujeres para decir, entender sin agresiones que nos gustamos, que nos amamos, que no por eso podemos adueñarnos del otro. Entender cuando nos estamos desubicando, no ponernos a la defensiva, reaprender conductas. Debemos poner en duda lo que creemos correcto o un derecho, y darnos la oportunidad de que nos eduquen en una materia que nos resulta apenas conocida.
Hubo múltiples marchas, y frases como NiUnaMenos contienen un enorme y complejo problema, sin embargo no cesaron los abusos ni los femicidios. Parecemos no haber entendido sobre la necesidad de trabajar juntos en decodificar el mensaje, recoger el guante, y sentir vergüenza donde antes no la teníamos. Vergüenza propia, de la que ayude a cuestionarse y modificar en consecuencia. Nadie nos prohíbe mirar y sentir, pero eso no nos da derecho a que nuestras miradas, nuestros sentidos, prevalezcan a la fuerza sobre los ajenos.
Sigamos discutiendo el problema, es la única forma de superarlo y encontrarnos con los nuevos problemas. Es hermoso recapitular la historia y pensar que antes la mujer no podía votar y hoy tiene su lugar en la política, pero también es duro ver que el día de la mujer se conmemora tras la muerte de 146 mujeres esclavizadas en una fábrica. Es jodido ver que la humanidad siempre ha avanzado socialmente sobre los cuerpos de víctimas que pusieron su vida a disposición de la historia, a merced del rigor social que no abre los ojos hasta que ya no hay escapatoria.
Dejemos de mordernos la cola y avancemos, que por delante siempre hay una revolución mucho más emocionante si la encaramos de la mano.
Amemos
deseemos
honremos
procuremos
y defendamos
que todas las mujeres
sean