Anclé mi brazo izquierdo al travesaño de la puerta de acceso. Otra alternativa no tenía, la mano derecha estaba ocupada en sostener la mochila en el aire. Ni pensé en soltarla, cómo hacer eso en esta situación? Cualquier boludo podría patearla y mandarla a la perdición de las vías oscuras y hambrientas.
Alguien maldijo detrás mío. Murmuró un viajamos como vacas; algo que todos ya sabemos pero que en estas circunstancias funcionan a modo de aliento, de acompañamiento. Alguien por detrás afirmó el enfado.
A mi lado había otro. Nos miramos, él anclado el brazo derecho, también llevaba una mochila en la otra mano, parecíamos un espejo. Tenía la cara de los compañeros en la guerra que saben que pueden morir en esta batalla, que es a cara o cruz, a vida o muerte. No pudimos ni saludarnos.
-está trabada acá…- Había dicho él, al momento que había señalado la parte de arriba de la puerta.
Todo había sido muy rápido. Se escuchó a lo lejos el silbato, entramos como pudimos, haciendo crujir tal vez una espalda. Era nuestro derecho, veníamos en ese y no nos íbamos a quedar abajo.
La culpa como siempre la habían tenido los de miserere que no se miden, que se atropellan y aglomeran todo. Son como insectos, como las nubes de langostas, como hormigas despavoridas. A veces pienso que hay personas que nacen para ser respetuosas, y otras para el andén de miserere.
Yo había tirado con fuerza de la manija. Hace años que aprendí que en este en especial hace falta abrir y cerrar manualmente. La puerta no había cedido. El tren había empezado a moverse. Ahí fue que mi partenaire me señaló dónde estaba trabada.
Insistimos un poco más antes de la oscuridad. Mientras el andén se escapaba delante de nuestros ojos puedo asegurar que ambos medimos la posibilidad de arrojarnos y salvar el pellejo. Pero ya estábamos en el baile, ya nos habían llamado a nuestra hora de héroes.
Cuando el túnel cerró su boca sobre nosotros, fue que anclamos los brazos. A nuestras espaldas cargábamos con una turba de gente que parecía estar reprimida, a punto de estallar en una pueblada. Sus caras eran de bronca ante lo inevitable, y a la vez de congoja por los que estábamos al frente poniéndole el pecho a la situación, en primera fila ante el desastre.
Empezamos a patear las puertas tratando de destrabarlas. Yo pateaba la del lado de mi compañero, él a su turno pateaba la de mi lado. No hubo caso.
Rogué que no viniera una curva porque nos íbamos todos al abismo. Creí recordar que en efecto no vendría ninguna. El tren se zarandeó un poco. Los músculos se tensaron y contuvieron la presión.
Me figuré en otros momentos, me trasladé a las veces que estuve del otro lado y veía cómo un pobre tipo viajaba de esta manera. Me compadecía de él, y pensaba en qué puta leche que te pase eso. Pensaba también que eso no me puede pasar a mí.
Ahora las puertas del viejo (viejísimo), y querido A estaban abiertas delante mío. Y el tren ni se inmutaba: seguía su camino. Dónde habían quedado esos tiempos en que un tren no arrancaba si una de las puertas no estaba bien cerrada? Acá seguro que no.
Eso no me puede pasar a mí. Pienso ahora que sí. Es imposible que no lo piense. Lo confirmo, me pasó. Y aviso que esto es como esas loterías de antes, como la primera alborada o el plan rombo, donde te aseguraban que ganabas o ganabas. Estos planes prometían que podías ser el último en salir sorteado pero que igual saldrías beneficiado. Y si viajás en subte, ten paciencia que un día estarás frente a las puertas abiertas, con el vagón lleno sobre tus espaldas, viendo pasar el paredón negro donde puede terminar tu vida, sintiendo el vendaval húmedo del aire subterráneo.
Transitamos palpitando el peligro unos extrañamente largos minutos. Metros antes de llegar a la siguiente estación, las puertas se cerraron solas, mofándose de nuestro esfuerzo, de nuestra heroica intervención para salvar a los demás. No terminaron de cerrarse que ya las abríamos para bajarnos y dejar bajar a los demás como es corriente.
Volvimos a subir, y esta vez las puertas se cerraron. La proeza fue perdiéndose estación tras estación. Es tan cotidiano que esto pase que a nadie le sorprende. Ya ni siquiera se siente que haya peligro de muerte.
Yo me bajé en Perú, como un día normal. Lo especial era esta urgencia mental por escribir al respecto de lo que me había tocado vivir. Nada más, ni siquiera un estremecimiento de pensar qué hubiese pasado si. Volví, antes que nada, a ser una marmota caminante hacia mi burdo destino. Nada especial.
Caminé un par de cuadras y jugué con la idea de que tal vez no había zafado de tener un accidente. Que en realidad había caído al foso y sido arrastrado por las ruedas del tren enloquecido. Que incluso eso de caminar por la calle tal vez se trataba de una realidad paralela en la que divagaba mi alma, como dicen que les pasa a los que pierden la vida de manera accidental.
Pude imaginarme toda la situación. Las caras de la gente viéndome caer. El horror de las viejas al contarlo con auténticas lágrimas de rímel. Mis restos mortales repartidos por toda la vía. El cartel vitalicio de «Línea A con Demora». Las quejas. Crónica primero siempre. Telefé abriendo la polémica en alguno de sus programas de investigación esa misma noche. El bajito de América haciendo lo mismo. Bonelli pasmado diciendo lo que usted debe saber y atrás, entre los títulos, se menciona una muerte porque el subte cierra mal las puertas. Mil notas a cada hora a tipos trajeados que se auto absuelven de cualquier responsabilidad. El congreso prometiendo que va a tratar el tema de la seguridad de los transportes públicos y olvidándose de asistir a la reunión. La presidenta poniendo cara de preocupación y diciendo que a partir de ahora se cobrará el boleto unos 5 pesos para que las empresas puedan hacer que las puertas cierren, sonriendo ante los muchos aplausos por la justa e inteligente idea. Los diarios dedicando primeras planas a cualquier muerte en cualquier vía de cualquier mundo, arrojando cifras por todos lados. Dos contadores en diarios y televisión llevando el número de muertos en transportes públicos a cada hora y segundo; uno de ellos presenta la cifra real y el otro la cifra oficial. La gripe curada como por arte de magia porque ahora la gente se muere en las vías y no en los hospitales. Un oportunista va vendiendo tensores para atarse al vagón así no se cae nadie. Las empresas automotrices de para bienes porque nadie quiere viajar en tren y entonces compran coches con el crédito nacional. No falta el que dice que presentará un proyecto para poner bajo tierra también a los trenes y bondis; ni el que dice que se va a ocupar de poner un monocarril por arriba de los techos para que nadie se lastime ni moleste; ni el que dice que ya está por aprobarse el proyecto para subsidiar a la empresa «Autitos SRL» para que investigue y produzca autos que vuelen, así nos liberamos del tránsito y de paso del smog.
Y todos aplaudiendo, sonriendo baba de oro. Hasta que se encuentre otro tema que ocupe a la opinión pública.
Y yo muerto, como un montón de muertos más que nadie carga sobre sus espaldas.
Anclé mi brazo izquierdo al travesaño de la puerta de acceso. Otra alternativa no tenía, la mano derecha estaba ocupada en sostener la mochila en el aire. Ni pensé en soltarla, cómo hacer eso en esta situación? Cualquier boludo podría patearla y mandarla a la perdición de las vías oscuras y hambrientas.
Alguien maldijo detrás de mío. Murmuró un viajamos como vacas; algo que todos ya sabemos pero que en estas circunstancias funcionan a modo de aliento, de acompañamiento. Alguien por allí detrás afirmó el enfado.
A mi lado había otro. Nos miramos, él anclado el brazo derecho, también llevaba una mochila en la otra mano, parecíamos un espejo. Tenía la cara de los compañeros en la guerra que saben que pueden morir en esta batalla, que es a cara o cruz, a vida o muerte. No pudimos ni saludarnos.
-está trabada acá…- Había dicho él, al momento que había señalado la parte de arriba de la puerta.
Todo había sido muy rápido. Se escuchó a lo lejos el silbato, entramos como pudimos, haciendo crujir tal vez una espalda. Era nuestro derecho, veníamos en ese y no nos íbamos a quedar abajo.
La culpa como siempre la habían tenido los de miserere que no se miden, que se atropellan y aglomeran todo. Son como insectos, como las nubes de langostas, como hormigas despavoridas. A veces pienso que hay personas que nacen para ser respetuosas, y otras para el andén de miserere.
Yo había tirado con fuerza de la manija. Hace años que aprendí que en este en especial hace falta abrir y cerrar manualmente. La puerta no había cedido. El tren había empezado a moverse. Ahí fue que mi partenaire me señaló dónde estaba trabada.
Insistimos un poco más antes de la oscuridad. Mientras el andén se escapaba delante de nuestros ojos puedo asegurar que ambos medimos la posibilidad de arrojarnos y salvar el pellejo. Pero ya estábamos en el baile, ya nos habían llamado a nuestra hora de héroes.
Cuando el túnel cerró su boca sobre nosotros, fue que anclamos los brazos. A nuestras espaldas cargábamos con una turba de gente que parecía estar reprimida, a punto de estallar en una pueblada. Sus caras eran de bronca ante lo inevitable, y a la vez de congoja por los que estábamos al frente poniéndole el pecho a la situación, en primera fila ante el desastre.
Empezamos a patear las puertas tratando de destrabarlas. Yo pateaba la del lado de mi compañero, él a su turno pateaba la de mi lado. No hubo caso.
Rogué que no viniera una curva porque nos íbamos todos al abismo. Creí recordar que en efecto no vendría ninguna. El tren se zarandeó un poco. Los músculos se tensaron y contuvieron la presión.
Me figuré en otros momentos, me trasladé a las veces que estuve del otro lado y veía cómo un pobre tipo viajaba de esta manera. Me compadecía de él, y pensaba en qué puta leche que te pase eso. Pensaba también que eso no me puede pasar a mí.
Ahora las puertas del viejo (viejísimo), y querido A estaban abiertas delante mío. Y el tren ni se inmutaba: seguía su camino. Dónde habían quedado esos tiempos en que un tren no arrancaba si una de las puertas no estaba bien cerrada? Acá seguro que no.
Eso no me puede pasar a mí. Pienso ahora que sí. Es imposible que no lo piense. Lo confirmo, me pasó. Y aviso que esto es como esas loterías de antes, como la primera alborada o el plan rombo, donde te aseguraban que ganabas o ganabas. Estos planes prometían que podías ser el último en salir sorteado pero que igual saldrías beneficiado. Y si viajás en subte, ten paciencia que un día estarás frente a las puertas abiertas, con el vagón lleno sobre tus espaldas, viendo pasar el paredón negro donde puede terminar tu vida, sintiendo el vendaval húmedo del aire subterráneo.
Transitamos palpitando el peligro unos extrañamente largos minutos. Metros antes de llegar a la siguiente estación, las puertas se cerraron solas, mofándose de nuestro esfuerzo, de nuestra heroica intervención para salvar a los demás. No terminaron de cerrarse que ya las abríamos para bajarnos y dejar bajar a los demás como es corriente.
Volvimos a subir, y esta vez las puertas se cerraron. La proeza fue perdiéndose estación tras estación. Es tan cotidiano que esto pase que a nadie le sorprende. Ya ni siquiera se siente que haya peligro de muerte.
Yo me bajé en Perú, como un día normal. Lo especial era esta urgencia mental por escribir al respecto de lo que me había tocado vivir. Nada más, ni siquiera un estremecimiento de pensar qué hubiese pasado si. Volví, antes que nada, a ser una marmota caminante hacia mi burdo destino. Nada especial.
Caminé un par de cuadras y jugué con la idea de que tal vez no había zafado de tener un accidente. Que en realidad había caído al foso y sido arrastrado por las ruedas del tren enloquecido. Que incluso eso de caminar por la calle tal vez se trataba de una realidad paralela en la que divagaba mi alma, como dicen que les pasa a los que pierden la vida de manera accidental.
Pude imaginarme toda la situación. Las caras de la gente viéndome caer. El horror de las viejas al contarlo con auténticas lágrimas de rímel. Mis restos mortales repartidos por toda la vía. El cartel vitalicio de «Linea A con Demora». Las quejas. Crónica primero siempre. Telefé abriendo la polémica en alguno de sus programas de investigación esa misma noche. El bajito de América haciendo lo mismo. Bonelli pasmado diciendo lo que usted debe saber y atrás, entre los títulos, se menciona una muerte porque el subte cierra mal las puertas. Mil notas a cada hora a tipos trajeados que se auto absuelven de cualquier responsabilidad. El congreso prometiendo que va a tratar el tema de la seguridad de los transportes públicos y olvidándose de asistir a la reunión. La presidenta poniendo cara de preocupación y diciendo que a partir de ahora se cobrará el boleto unos 5 pesos para que las empresas puedan hacer que las puertas cierren, sonriendo ante los muchos aplausos por la justa e inteligente idea. Los diarios dedicando primeras planas a cualquier muerte en cualquier vía de cualquier mundo, arrojando cifras por todos lados. Dos contadores en diarios y televisión llevando el número de muertos en transportes públicos a cada hora y segundo; uno de ellos presenta la cifra real y el otro la cifra oficial. La gripe curada como por arte de magia porque ahora la gente se muere en las vías y no en los hospitales. Un oportunista va vendiendo tensores para atarse al vagón así no se cae nadie. Las empresas automotrices de para bienes porque nadie quiere viajar en tren y entonces compran coches con el crédito nacional. No falta el que dice que presentará un proyecto para poner bajo tierra también a los trenes y bondis; ni el que dice que se va a ocupar de poner un monocarril por arriba de los techos para que nadie se lastime ni moleste; ni el que dice que ya está por aprobarse el proyecto para subsidiar a la empresa «Autitos SRL» para que investigue y produzca autos que vuelen, así nos liberamos del tránsito y de paso del smog.
Y todos aplaudiendo, sonriendo baba de oro. Hasta que se encuentre otro tema que ocupe a la opinión pública.
Y yo muerto, como un montón de muertos más que nadie carga sobre sus espaldas.