De lejos se veía como un tubo de dentífrico aplastado en dos, las rodillas para adentro casi rozándose. Caminaba moviendo el culo como esas bailarinas hawaianas que saltan de una cajita musical cuando la abrís.
Cuando caminábamos a la par, en ocasiones tenía que apartarme un poco para que no me topara y nos tropezáramos. Depende el día, sería la humedad, no sé. Si íbamos de la mano, yo intentaba contener sus zarandeos para no perder el equilibrio. Poray la agarraba de la cintura y le marcaba el ritmo. Me daba mucha gracia esa forma de caminar estilo chica de pasarela. Siempre pensé que se trataba de un viejo anhelo oculto por ser modelo.
Por supuesto nunca se lo había preguntado. Hay cosas que es políticamente correcto no mencionárselas a una mujer. Me odiaría al menos un día o dos si acaso sólo se lo insinuara.
Caminábamos por la costanera. El sol se aplastaba contra la ciudad y coloreaba lindo este lado del río. A nuestras espaldas se elevaba una columna de humo que no veríamos hasta declarada el alerta en las calles.
Virna estaba tranquila, paseábamos sin prisa, medio abrazados. Quise darle un beso de película recostándola entre mis brazos, pero me salió malísimo y torpe.
—You, tenés mal aliento… —me dijo con cara de rechazo; y tuve ganas de soltarla y que reventara de espaldas contra las baldosas.
—Uhh, disculpame… —la incorporé. Me llevé la mano a la boca, luego a tantear los bolsillos—. Fahh, encima no tengo chicle…
—Tomá, yo tengo… —dijo canchera y triunfante. Y no sé por qué extraño chip en su cabeza, la mina se súper excitó al bardearme tan gratuitamente y potenció su andar ladeando la cadera aparatosamente como si fuera una diosa. Me la quedé mirando sin poder creerlo. Sólo le faltaba un ventilador al lado, llevándole el cabello Sedal para coronar una publicidad de chica free.
Me extendió el chicle sin mirarme, convertida automáticamente en una mina de catálogo, una diva inalcanzable, piba de shopping. Le faltaban las bolsas chetas colgando del brazo dobladito, con muñeca quebrada y cigarro para abajo.
Se notó de una en mi cara la gracia que me causaba verla caminar así. Y eso la trajo de vuelta al mundo de los mortales.
—De qué te reís?
Una sirena de bomberos comenzó a sonar a lo lejos.
—De nada, una pavada…
—Qué pavada?, decime… —se frenó y acomodó la cadera para apoyar la mano.
—Nada, una boludez te digo…
—Si es una boludez, decime… Cuál es el problema?
—Pero vos te vas a enojar, ya te conozco…
Las sirenas empezaban a multiplicarse. Podía oír por el rabillo de mi oreja el zumbido estéreo de las autobombas cruzando la ciudad. Me parecía que eran muchas. Demasiadas tal vez.
—Me enoja que no me lo digas… Dale, decime… —arengó con la mano que no tenía en pose con la cadera, como queriendo atraerme con los deditos. Cabrona, desafiante.
—Naaa, una boludez, ya te dije…
—Decime entonces…
—Ok, pero no te vas a enojar?
—Nooooooooooooooo… Dios, noooooo… —suspiró superada.
Pasó un autobomba por nuestro lado y pensé: paren acá muchachos, el incendio es acá.
—Ok, caminás con las rodillas así, pegadas… —lo grafiqué y di dos pasos para explicarme mejor—. Siempre me pregunté si lo hacías a propósito para hacerte la linda, o si te salía natural posta…
—Porqué no te vas a la concha de tu madre?… Sos un pelotudo…
Volví a reírme. Esta vez con una sonora carcajada.
—Encima te reís?… De qué te reís ahora?
—Jaaaaaaaaaaaaa, de que te enojaste…
—Porque sos un sorete, me decís esas cosas… Qué? Sos perfecto vos?
—Nop, yo tengo mal aliento…
r.canapé
Un comentario en “la delgada línea diplomática”