Hay una foto vieja. Estamos con mi hermano Ezequiel , el mayor, y yo, el del medio. Jose aún no existía. La foto nos muestra en el fondo de casa cerca del sauce llorón que teníamos. El mismo al que me trepaba cada vez que me compraban zapatillas, porque podía correr y trepar más rápido.
Ezequiel estaba de punta en blanco, brillante. Y estaba yo, así nomás. Él estaba contento, creo que por un acto en la escuela, o poray tomaba la comunión, no me acuerdo. Yo estaba enfurecido por algo. Enojado. Masticaba bronca. Todo eso puede verse en la foto. Y hay un gesto. Tengo la mano alzada frente a mi cara como si la estuviera interpelando por lo que está sucediendo, como si la estuviera culpando. Quién sabe. Es un gesto que con los años se habrá modificado. A veces me pongo a pensar en esas cosas y supongo que uno las arrastra de alguna manera pongamos metamorfoseada.
Simón se enojó con nosotros el otro día. Habíamos terminado de plastificar la escalera del entrepiso. Por alguna razón está obsesionado con la escalera. Los niños tienen ese imán interno, esa sin razón que los mueve a perseguir situaciones peligrosas para ellos mismos. Él no es la excepción, así que luego de pintar la escalera con una sustancia muy pegajosa y peligrosa para su salud, montamos una enorme trinchera con una mesa, un pote gigante con la comida de Nippur, un par de sillas, y algo más. Todo por evitar la odisea de Simón.
Intentó un par de veces, otro par, y más, hasta que se dio por vencido. La bronca que tenía nos causó mucha gracia. Estaba desencajado. Gritó y lloró. Y levantó la mano al frente y la increpó. Verlo hacer eso, me dio esa electricidad que te da la sorpresa. No hicimos tiempo de registrarlo en una foto. Un instante maravilloso. Reconocerme en mi hijo, en un gesto que ni siquiera le transmití por repetición, fue algo fantástico. La herencia dentro de un gesto ínfimo e íntimo. Los circuitos chispeando de un modo que viene grabado en las neuronas.
Mentiría si digo que cuando mi hijo va creciendo, no espero que tenga rasgos míos. Es confirmar la prolongación de la vida, además de matar los chistes comunes sobre el papá carnicero o panadero. Es la certeza de que podemos irnos sin que se apague nuestra luz del todo en el mundo. Una especie de sello. Pero descubrir en ellos también esas pequeñas cosas que uno trae en los bolsillos del alma, es simplemente emocionante. Tiene ese guiño del universo que hace tan mágica e inexplicable la existencia.
Me gusta que hayas compartido tus conversaciones y soliloquios a través de gestos tuyos y de tus hermanos en la infancia…que en la adultez se van perdiendo u olvidando por la cotidianeidad de vivir a una velocidad desmesurada. Tu hijo te hizo recordar lo que una vez vos fuiste, justamente a través de los gestos que sin saberlo ni quererlo, ya le has transmitido.
Con el afecto de siempre. Marlon
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